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lunes, 3 de junio de 2013

Hasta siempre, compañero...

Él tiene más hambre que yo. Con sus ojillos color avellana me suplica sin palabras cualquier cosa que llevarse a la boca. Cualquier cosa que durante unas horas le pese en el estómago.
Ya son tres días sin comer. Yo lo llevo algo mejor, pero su naturaleza golosa no le da tregua.

Nos va pesando el invierno… Mi chaquetón promete deshacerse sobre mi cuerpo en cualquier momento. Es algo chapucero, pero he podido remendarlo según se abrían los boquetes sobre la tela, aunque entre tanto agujero mal cosido ya se cuela el viento que nos azota por las noches. Ese maldito bastardo que va segando vidas. En silencio. Sin que nadie pueda hacer nada por evitarlo. Este año ya van cuatro compañeros que han probado el dulce beso de la Dama Negra.
El Mundo no tiene escrúpulos. Nos relega a las calles, nos olvida, ignora nuestras súplicas, vuelve la cara ante nuestro dolor. Nos dejan a solas con nuestros demonios. Con nuestros demonios, y con ella… Saben que hará el trabajo sucio con el que ellos no quieren mancharse las manos. Saben que es sólo cuestión de tiempo. Saben que el frío barre la ciudad de vagabundos y drogadictos portadores de mugre y a saber de qué más. Las calles son crueles, al igual que los autómatas que las recorren. Es menos doloroso recibir insultos y miradas despectivas, si tengo el consuelo de poder refugiarme en el olor tostado que impregna su pelaje.

Hoy es una noche espacialmente fría, a pesar de estar ya bien entrado el mes de Marzo. Estas temperaturas no suelen ser suficiente para matarnos. Ya lo hacen por ellas las gripes y los resfriados que cogemos.

Dante ha notado mi amago de tiritona y se ha pegado más contra mí. Se lo agradezco controlando el temblor y quedándome inmóvil. Soporta muy bien las temperaturas glaciales, pero es todo un tiquismiquis a la hora de dormir.
“No hay ni una nube. Esta noche va a helar pero bien.” Madre mía… Empiezo a hablar como mi abuela, que en paz descanse.
No hace muchos años que fui niño. Crecí a la vera de una abuela cariñosa, que le hacía competencia al hombre del tiempo. Ella no necesitaba de estudios meteorológicos. Le bastaba con mirar al cielo, como hago yo ahora mismo.

Todos los días el mismo parque. “La bombilla” lo llaman. Y no sé por qué, si siempre está en penumbra. Dante elige el sitio por mí. Desde luego tiene buen gusto este perro. A estas alturas del año a las 8 ya suele ser de noche, y los compañeros empezamos a recogernos en refugios improvisados. Dante y yo no cargamos apenas con nada, por lo que montamos el campamento donde nos place. Ir ligero de equipaje tiene sus pros; no debemos preocuparnos de que nos desaparezcan las pertenencias en algún descuido, tan sólo de cuidarnos mutuamente.

Dante fue el regalo de mi abuela en mi vigésimo cumpleaños. Su último regalo. Y mi último cumpleaños con ella. Dante era lo único que me quedaba… Aquel cachorro de pastor alemán me enjugó las lágrimas el día de mi desahucio, y soportó a mi lado las palizas varias de los gamberros borrachos que encontraban divertido atormentarnos. Proporcionalmente al ritmo de su crecimiento, aumentaba la popularidad de Dante entre la comunidad de vagabundos. Se convirtió en un guardaespaldas nato. No volvieron a ponerme la mano encima.

Empezaba de nuevo la ópera de mi estómago hambriento. El de Dante le hacía los coros. Miraba al cielo ensimismado mientras pensaba en el dolor de las pérdidas. El desgarro interno que sentí al perder a mi abuela… Aquella mujer, siempre envuelta en
un halo de sabiduría llevaba el dolor marcado a fuego sobre las arrugas que coronaban su frente. Huérfano desde que me alcanza la memoria, crecí bajo el amparo de una viuda cariñosa. Ella comprendía mejor que nadie mi pérdida. Ella era el parche que sostenía mi existencia. Con su muerte no sólo perdí la única fuente de amor que había conocido. Con ella también se fue el techo que consideré hogar. El banco no entendió (o no quiso entender) nuestro arreglo, y me quedé en la calle con 21 años sobre los hombros, el vacío que dejó mi abuela, un cachorro de Pastor Alemán, y lo puesto.

Parece mentira que en pleno centro de Madrid las estrellas sean tan visibles. Por lo general, la contaminación lumínica que colorea de naranja el cielo nocturno, nos priva de tal espectáculo. Me ha gustado desde siempre mirar el cielo de noche, y perderme en la belleza de los astros. Estudié lo suficiente como para saber que esos puntitos brillantes no son más que bolas gaseosas incandescentes, y no espíritus guardianes velando el imposible sueño de los insomnes, y guardando del mal a los afortunados que consiguen dormir. Aún así, soñador por naturaleza, prefiero la versión no justificada por la ciencia. En este Mundo cruel, la fe y la fantasía nunca están de más.

Oigo a lo lejos un reloj dando la hora. Ya es bien entrada la madrugada. Creo que hace un rato dieron las tres. Y como ya predije, está helando.
Empiezan a pesarme los párpados, y con Dante entre los brazos una certeza se instala en mi interior: hoy viene a por mi. Sin previo aviso la Dama Negra ha decidido posar sobre los míos, sus labios envenenados de muerte. La hipotermia se ha apoderado de mi cuerpo. No puedo moverme ya. Es demasiado tarde para restaurar las funciones vitales. No siento calidez alguna.


Sólo soy consciente de lo más básico; en las alturas, miles de millones de estrellas, bajo mi cuerpo, el césped escarchado, Dante contra mi pecho sigue emanando calor, ajeno a mi fin. Su penetrante olor me envuelve cuando ella llega, y me siega para siempre el aliento.

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