Portazos, gritos… Era un ritual
para nada desconocido. Ella, arrinconada en su cama, acosada por una maleta
abierta y vacía sobre la que el aire enrarecido sostenía una orden muda:
“llénala con lo imprescindible”. Era verdaderamente amenazadora. Aquella maleta
abierta simbolizaba la rendición, el fin del único núcleo familiar que había
disfrutado, el mismo que en ese instante deshilachaba sus últimos hilos de
unión.
Estrechaba contra su pecho un
harapiento peluche que en algún momento de su existencia había sido blanco y
peludo. Desde su mente, le susurraba palabras de ánimo a ese ser inanimado. Juntos
habían pasado por momentos desagradables como el que se desarrollaba aquella
mañana de domingo. Acariciaba su deforme cabeza, acunándolo contra su pecho con
un profundo sentimiento maternal, tratando de encontrar así serenidad entre el
vocerío huracanado que asediaba su casa.
El volumen de la discusión aumentó
de tal modo que logró traspasar los auriculares que inútilmente trataban de
aislar a la joven.
Ésta, apretó los párpados fuertemente contra sus ojeras, y apretó aún más al peluche contra su pecho. Era algo mayor para esas cosas, pero le daba igual. El griterío llevaba un ritmo frenético, subió el volumen de la música con la esperanza de ahogar los reproches que se colaban por las aristas desocupadas del umbral de su habitación. ¿La canción? Era lo de menos. Había elegido ésa y no otra entre su selección de rock por la voz del cantante principal, desgarrada y gutural. Apenas vocalizaba, pero aquellas atronadoras cadencias eran las únicas capaces de ahogar mínimamente el estruendo de las dos bestias que se batían en el salón de su casa.
Ésta, apretó los párpados fuertemente contra sus ojeras, y apretó aún más al peluche contra su pecho. Era algo mayor para esas cosas, pero le daba igual. El griterío llevaba un ritmo frenético, subió el volumen de la música con la esperanza de ahogar los reproches que se colaban por las aristas desocupadas del umbral de su habitación. ¿La canción? Era lo de menos. Había elegido ésa y no otra entre su selección de rock por la voz del cantante principal, desgarrada y gutural. Apenas vocalizaba, pero aquellas atronadoras cadencias eran las únicas capaces de ahogar mínimamente el estruendo de las dos bestias que se batían en el salón de su casa.
De nuevo, otro portazo. Las
puertas, como ella, eran los personajes secundarios que sufrían en primera
persona aquellos devastadores encuentros.
Los ojos escocían. Lágrimas dejaban
tras de sí cálidos y húmedos rastros. Parecía imposible entre aquél descontrol,
pero agotada, cayó rendida, sumiéndose en un profundo y reparador sueño.
Desesperación.
Rabia. Súplicas ignoradas. Cuchillos afilados. Arterias interrumpidas.
Silencio. Paz. Muerte.
Despertó con el cuello rígido y
dolorido. Su postura no era la más indicada para dormir, y ahora su cuerpo
sufría las consecuencias, resultado de horas en mala posición.
En el horizonte, la urbe empezaba a
encenderse progresivamente. Había dormido durante todo el día. Empezaba a
desperezarse con actitud felina cuando algo rompió el silencio que abrazaba sus
oídos; rasguños en la puerta. Supuso que después de discutir, a nadie se le
ocurrió bajar al perro a la calle para que el animal desahogase su vejiga.
La maleta seguía ahí, tal y como la
había dejado su padre por la mañana; abierta.
A duras penas y con gran esfuerzo
logró incorporarse. Su cuerpo se quejó, obligándola a proferir un par de
gemidos. Abrió la puerta a su desasosegada mascota, que buscó refugio a los
pies de su dueña. Sus ojos se veían desorbitados por el terror, y en su hocico
había una costra de sangre seca.
“Algo no va bien…”
Tardó
un par de segundos en percatarse del putrefacto olor que en ese instante se
colaba por la habitación como un fétido aliento
La fría y cenicienta luz del ocaso
aportaba a la macabra escena un surrealismo propio de las escenas de terror.
Ante ella, dos cuerpos inertes.
Los
listones de madera del umbral cedieron como mantequilla derretida bajo la
presión de sus esbeltas manos. Su garganta sufrió
la quemazón propia de la náusea tras descubrir ríos de sangre empapando las
sábanas, diminutas gotas en los rostros fríos y espantados, e imborrables manchas
estrelladas en las paredes.
El primer impulso tras varios
minutos de quietud total, fue abalanzarse hacia la puerta del piso. Tironeó
nerviosamente del picaporte, al tiempo que descubría con horror los fragmentos
de la llave sobresaliendo por la cerradura. Estaba atrapada en un ático con los
cadáveres de sus padres en plena descomposición y en los pisos inferiores hacía
meses que no habitaba ningún vecino… El pánico se apoderó de ella. Estaba
atrapada.
El terror se cernía sobre sus ojos,
se movía frenéticamente por toda la casa. Sopesó la huida por la única vía de escape
disponible; las ventanas. El único inconveniente era que tras ese vacío,
encontraría la muerte, aunque, a pesar de ello, se planteó dejarse caer por una
de ellas. Los bordes de su mirada empezaban a difuminarse, se mareaba y caía…
Caía…
Arrepentimiento.
Dolor. Ternura. Productos de limpieza. Sangre difuminada.
La quemazón en su nariz fue la
culpable de devolverla a la realidad. Un penetrante olor a amoniaco le
destrozaba la pituitaria desde el interior. Con el raciocinio aún abotargado
consiguió incorporarse entre arcadas y mareos. ¿Qué hacía tan de mañana tirada
en el sofá? La confusión nublaba aún más, si cabe, su pensamiento.
08:00 A.M. marcaba el reloj digital
del salón. Por el resquicio que quedaba libre en la puerta del cuarto de sus
padres se colaban unos pálidos rayos de sol, propios de la estación invernal,
tan fríos, que podrían ser bruma. La puerta estaba entreabierta. No consiguió
rescatar de sus recuerdos imagen alguna, pero intuía que algo había sucedido,
pues un nudo doble le atenazaba la boca del estómago. “Paranoias”, susurró
desde su mente al verlos sumidos en un profundo sueño.
Era temprano, desconocía el día de
la semana que vivía. En su rutina nada cambiaba de un lunes a un jueves, sufría
la misma monotonía fuera un día u otro. Por lo que decidió darse el gusto de
regresar al cálido abrazo de sus sábanas, y arañar un par de horas más de
sueño, ya que tenía la sensación de no haber dormido apenas aquella noche.
Sentía brazos y piernas agarrotados, pero no recordaba haber hecho esfuerzo
alguno en días anteriores. Sin darle mucha más importancia se dejó arrastrar de
nuevo por el cansancio.
Despertó a mediodía. Hasta ella
llegaba el inconfundible aroma de las tostadas a punto de quemarse. “Papá anda
hoy despistado…” Buscó a tientas sus pantuflas y salió a saciar el inminente
apetito que despertaba en su interior.
Se lo encontró sentado de mala
manera sobre un taburete en la cocina. Tenía la mirada perdida… Supuso que una
mañana más se había despertado agobiado por la falta de trabajo y decidió pasar
de puntillas sin llamar su atención. Rescató una tostada a medio quemar, y pegó
un trago de zumo directamente del envase.
Seguía sintiéndose agotada a pesar
de las horas de sueño extra de las que había disfrutado.
Con su padre en la cocina, y su
madre probablemente dormida aún, aprovechó para ojear su correo y las redes
sociales en las que se movía desde el ordenador que descansaba sobre la mesa.
Sobre la pantalla, una pequeña webcam sujeta con una pinza. Algo llamó su
atención; el piloto verde estaba encendido... Algo se revolvió en su interior.
Buscó la carpeta en la que por defecto se guardaban todas y cada una de las
grabaciones.
Había videollamadas privadas que
nadie debería haber visto. Una punzada de vergüenza se apoderó de ella. Sintió
un repentino impulso de borrarlas en un desesperado intento por hacer
desaparecer ciertos datos, pero le pudo más la curiosidad de saber qué había
grabado esa cámara de incógnito.
Al fin dio con la carpeta y la
grabación adecuada. Recordaba esa videoconferencia, había tenido lugar la
mañana de domingo en que sus padres comenzaron su discusión. Aquél bélico encuentro
que temía, pusiera fin con sus puñales a la familia.
El vídeo duraba varias horas.
Adelantó la grabación en el reproductor de su ordenador hasta llegar a un punto
en el que se distinguían gritos aterrorizados. La sangre se heló en sus venas
cuando se vio aparecer a sí misma por los márgenes de la pantalla con los ojos
en blanco, el pijama bordado con sombras
intestinales, y carne inclasificable resbalando por el filo de un cuchillo
entre sus manos.
Petrificada como se había quedado,
continuó viendo la grabación. Volvía a aparecer varias veces. Se vio a sí misma
reaccionar tras encontrar los cadáveres de sus padres, vio también cómo perdía
la consciencia sobre el sofá del salón, y cómo, sonámbula, iba a la cocina y
regresaba con paños y amoniaco. Se observó cómo arrastraba el cadáver de su
padre hasta la cocina y escuchaba de lejos la conversación que tenía con él,
simulando que desayunaban, como si todo aquello fuera parte de su rutina.
Observaba incrédula todo lo que
ante sus ojos acontecía. Llevaba mucho tiempo harta de despertar los fines de
semana entre griteríos acusadores. Harta de los intentos por involucrarla a
favor de uno u otro… Pero jamás se creyó capaz de asesinar a sus padres
–consciente o inconscientemente- en un intento de acallar sus rencillas.
Algo se removió a su espalda,
alertándola de una presencia. La que un día fue su madre, pues aquél amasijo de
cabello enredado y piel putrefacta no lo era en absoluto, empuñaba el mismo
cuchillo de cocina que ella, horas antes, había utilizado para segar sus
arterias.
El rostro, desencajado, destilaba sed
de venganza. Cuando la joven quiso darse cuenta, el filo de aquél cuchillo ya
hacía estragos entre sus vísceras, desgarrando tejido y bañándolo todo por la
viscosidad de su sangre.
No había nadie para apagar el
ordenador. La cámara continuó grabando.
Pasaron unas semanas antes de que
el portero del edificio detectara la falta de movimiento en el ático y diera
aviso a las autoridades. Fue necesario echar la puerta abajo, ya que las
esquirlas metálicas continuaban en la cerradura, impidiendo su funcionamiento.
Los agentes encontraron a la joven
en proceso de descomposición ante la pantalla de su ordenador, con el cuchillo
hundido en su vientre, y una mano aún fija a su empuñadura. A sus pies, lo que
quedaba de su madre.
Accionaron la reproducción del
vídeo que grabó la cámara. Vieron cómo la joven se llevaba un cuchillo de la
cocina tras tomar el desayuno, cómo arrastraba a su difunta madre hasta el
salón, y cómo simulaba que era ella la que acababa con su vida.
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