Por dificultades en el último
momento para adquirir los billetes, llegué a Madrid a medianoche, en un tren
distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Atocha se antojaba lúgubre,
envuelta en una ligera penumbra. Arrastraba automáticamente una maleta
desproporcionadamente grande para mi estancia allí. Apenas iban a ser tres días
en un hostal de la plaza Neptuno. Apenas tres días, y yo arrastraba aquella
maleta que contenía tres cuartas partes de mi guardarropa de verano, obligándola
a cruzar Madrid.
Las ruedas emitían un sonido
proporcionalmente desagradable al peso de mi equipaje.
La calle me devolvía el eco de mis
tacones. Demasiadas horas sobre esos infernales zancos. Preciosos, rojo pasión,
pero un calzado nada adecuado para cruzarse Madrid a pie en plena noche.
Podría haber llamado a un taxi.
Tenía el teléfono de la empresa a mi entera disposición durante aquél viaje. No
pagaría ni un céntimo de la factura. Además, mi secretaria se había tomado la
molestia de guardar en la memoria aquellos números de teléfono que consideró
necesarios en mi aventura por la capital.
No sólo eso, era una mujer
realmente eficiente en su trabajo. Se tomaba muy en serio mi comodidad en los
viajes empresariales. Ella era la encargada también de procurarme el equipaje
de mano. No reparaba nunca en gastos, así se lo ordenó nuestro superior. No en
vano, era la hija del jefe. No dudó en dejarle claro a Leticia que mi seguridad
era primordial, indicación que la mujer siguió siempre a rajatabla.
Los retrasos del transporte, me
dejaban siempre en mis destinos bien entrada la madrugada, y mi padre no
consideraba seguro dejar a una joven empresaria desprovista de defensa. En el
primer viaje a Barcelona quiso convencerme para que me dejara acompañar por un
guardaespaldas a
sueldo que cobraba por horas. Me
negué en rotundo.
Acepto ser el ojito derecho de mi padre,
pero no que me trate como una indefensa. Como consecuencia a mi negativa, Leticia
había recibido instrucciones de poner siempre en mi bolso un pequeño puñal, de
dimensiones legales. Por supuesto, se encargaron de que supiera defenderme con
él. De nada servía un arma si no sabías cómo utilizarla.
Aunque en esta cálida noche de
Junio, de nada te va a servir. Aquella pequeña zorra llevaba mese presionando
las negociaciones de venta de la empresa que me contrató. Y meses llevaba yo
detrás de ella, persiguiendo su falda negra de tubo por todas las grandes
ciudades empresariales a las que la destinaban.
Se recorría avenidas enteras
tirando de su maletón, subida a esos tacones imposibles que le quitaban el hipo
a todos los borrachos que se encontraba por la calle en su frenética carrera
hacia el hotel en el que se hospedaría. Siempre llegaba de noche, y de noche se
marchaba. No me ponía nada difícil mi misión, pero aún así la alargué todo lo
que pude, con la esperanza de que mi jefe se tragara eso de “es muy escurridiza
míster, no lo sabe usted bien”. Pero el jefe ya se había cansado de mi
perorata. El juego y la persecución de mi conejito tocaban a su fin. No podía
seguir deseándola entre las sombras de las ciudades a las que me arrastraba. No
podía seguir espiándola entre las cortinas de su balcón cuando se desnudaba en
las suites de los hoteles en los que dormía. No podía seguir así. Tenía que acabar
con aquello, cobrar mi sueldo, con esfuerzo ganado, y olvidarme de ella y sus
curvas. Sobre todo de sus curvas…
Doblaba una de las esquinas
occidentales del Retiro cuando le di alcance. Sabía del puñal de su bolso, así
que la estrategia era sencilla; arrancarle el asa del hombro y segarle la
yugular con él.
Sinceramente, dejar huellas me daba
lo mismo. El míster me había prometido, junto al suculento pago, un cambio
inmediato de identidad, casa en la isla paradisíaca que
eligiera, y preciosas mulatas a mi
entera disposición. Así cualquiera le dice que no al míster…
La única condición de mi trabajo,
era no abusar sexualmente de la joven. La primera vez que me prohibían tal cosa
en todos mis años como sicario. En fin, él paga, él manda.
Sujeté a la joven de la muñeca. En
un movimiento totalmente inesperado lanzó el bolso contra mi cara. No pude
preveer tal ataque, y la hebilla metálica que cerraba el bolsillo principal me
golpeó con un sonido seco en el pómulo. Rabioso y confuso luché por recuperar
el equilibrio. La joven no se había movido un ápice. Sobre sus tacones se
erguía en posición de defensa, había dejado de lado la maleta y empuñaba el
cuchillo en la mano que le quedaba libre, la otra seguía aferrando el asa del
bolso con el que me había sacudido. Arremetí cegado por la furia contra su
cuerpecito delgado y esbelto, nada me costaría derribarla y romperle las
cervicales con un seco giro de muñeca.
La testosterona y el dolor
palpitante de la cara me ofuscaron y ralentizaron mi ataque. Fallé la estocada.
Su mente fría y las clases de defensa ganaron ese asalto.
Me encontraba a pocos centímetros
de sus ojos, cuando un dolor helado me recorrió el vientre. No fue necesario
bajar la mirada para saber que había hundido en mis entrañas aquel puñal de
doble filo. Me llevé la mano a la herida, con el cuchillo aún anclado en mi
carne. Ella seguía sujetando el mango, y con lentitud mortal giró de él como
quien gira el pomo de una puerta, asegurándose así de que desgarraba todas y
cada una de las arterias que cruzaran por allí.
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