Sé a qué he venido. Sé, que no voy a salir de aquí con él. Que no volveré a prepararle descomunales bandejas de brownies...
Sé reconocer una despedida cuando la tengo delante.
Voy a echar de menos la rutina, nuestra rutina de médicos, pruebas, más pruebas, más médicos... Por increíble que parezca, sí, también voy a echar de menos a las enfermeras que le tiraban los tejos a mi novio moribundo. Voy a extrañar al médico consumido por la desgracia ajena, que nos recibía a diario intentando ofrecer la mejor de sus sonrisas.
Voy a echar de menos las noches en observación, en las que desconectábamos la maquinita esa tan pesada del "Pi...Pi...Pi...", para que no nos delatase mientras hacíamos el amor enloquecidamente sobre la camilla del hospital. Voy a echarte de menos, mi vida... Tú, que nos mantuviste a flote a ambos, desde el primer momento. Aquel primer momento fatal en el que con los papeles de tu diagnóstico delante, confesamos al equipo médico la imposibilidad de costear tu tratamiento. Aquel momento, en el que me deshacía en lágrimas, tú me abarcabas entera con tus brazos y me susurrabas con calma que, "en ese caso, brindaré con mi sonrisa por mis últimos días, porque tú estás en ellos, mi amor". Y yo, lejos de encontrar consuelo, no podía hacer otra cosa que llorar más fuerte.
Y aquí, sentada en el borde de la camilla en la que tantas noches nos amamos, sostengo su mano inerte mientras veo cómo el alma le desaparece de la mirada, dejando en su lugar una débil sonrisa. La sonrisa que dejan los cadáveres al irse sabiendo, que han sido felices.
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