El dolor de los niños que se saben abandonados. Aquellos niños que sufren cómo las personas que aman los apartan de su vida sin poder evitarlo.
Niños condenados a ser sombras de sí mismos. Sombras frías que ignoran la sensación de calidez implícita en un abrazo. Nunca van a conocer los diálogos mudos, compuestos únicamente de miradas y medias sonrisas. No van a entenderlos. Sólo saben moverse por el dolor. Están tan familiarizados con él, que nada les cuesta inflingirlo. Buscan alivio en el tormento de otros, o destruyéndose a sí mismos. Como Valeria. Pequeña muñeca rota... No es tan niña, pero aún lo parece. No está tan rota, pero sí muy mal remendada.
Toda ella cubierta de heridas-cremallera. Sus finos bracitos de porcelana recorridos por cientos de pequeñas líneas difusas. Salvo tres, en el antebrazo izquierdo, que parecen haber sido trazadas sin apoyo aparatológico de utensilios tales como reglas, escuadras o cartabones. Plasmadas con prisas sobre la carne. Con las prisas propias de alguien a quien la vida le molesta y quiere sacársela de encima. Alguien que no deseaba nacer. Alguien que hunde continuamente el acero en su piel con la esperanza de que por los orificios abiertos, borbotée ese veneno que los condena a odiarse.
Niños como Valeria, enfermos de dolor. Enfermos de sí mismos.
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