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jueves, 23 de mayo de 2013

Todos miramos. Pocos vemos realmente.

Esa chica que se sienta en frente a mi quiere parecer fuerte, segura de sí msima y con carácter. Entre sus amistades es la líder, pero aquí, rodeada de extraños, se esconde tras la máscara de pestañas, y enmarca su rostro con la melena que cae en una cascada castaña.
Necesita gafas para ver correctamente, pero es una inseguridad más. Al entrar en el vagón y perder de vista a su madre, se las ha quitado de la forma más discreta y apresurada posible.
Tiene los labios preciosos, y la sonrisa le llenaría la cara. Pero el aparato corrector adosado a su dentadura es una traba más en el camino por sentirse a gusto dentro de ese pellejo.
Escribo sobre ella y probablemente lo haya notado. Pues la última vez que levanté la vista de mi cuaderno para examinarla sin discreción alguna, me ha fulminado con la mirada. Pequeña, a mi no me engañas, sé que es todo teatro...

El hombre del jersey a rayas vive en una relación sin presente ni futuro. A todas las chicas del tren nos busca rasgos comunes con la mujer de la que un día se enamoró, y que a día de hoy, para él, es poco más que una desconocida.
Se siente culpable por desnudarnos con la mirada. Se siente aún peor por no notar la erección en sus pantalones, por vernos (aun desnudas en su mente) como bellas obras de arte, y no como objetos de excitación. Sufre por quererla a ella, tan difícil a veces, y no a cualquiera de nosotras, aparentemente más sencillo. O eso se consuela pensando. Para justificar su masoquismo siguiendo al lado de la mujer que siempre le deja para mañana.

Un empleado del consorcio de transportes se rebela contra la imposición de su uniforme. Entre tanta gente no puedo verle la cara, pero sé que el color granate de su chaleco no le gusta. Tampoco el gris marengo de los pantalones de traje, y compensa ambos disgustos con unos excéntricos zapatos de piel (falsa) de serpiente, barnizados con algún sucedáneo plateado.
Realmente son unos zapatos horribles. Pero el uniforme lo es más, y casi podría decirse que consigue el objetivo de eclipsar tan horrible conjunto.

El chico negro que toca la guitarra en medio del vagón es con diferencia el tipo más feliz de todo el tren. Su delgadez, los pómulos sobresaliendo de su cara, los pantalones arrugados bajo el cinturón, esos brazos menudos... Delatan que su dieta es intermitente; come un día sí, dos días no. Pero sonríe, y le brillan los ojos. Es más feliz que nadie porque rodeado de la nada casi absoluta, ha aprendido a valorar las pocas pertenencias que posee. Porque las escasas monedas que tintinean en sus bolsillos, las ha conseguido de forma honrada, haciendo lo que realmente a él le gusta. Cantar.

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