Martes. Suena el puto despertador un día más. No se me volverá a ocurrir poner una canción tan bonita como alarma del móvil, acabaré odiándola, como a ella. Sí, ella... Esa zorra estirada del metro... Con sus morenas piernas kilométricas bien a la vista, cuyo nacimiento oculta, siempre, una diminuta minifalda elástica.
Un color para cada día de la semana. La misma cara de idiota con un ego desbordante a diario. La odio. A esa fresca, y a sus ganas de meterse donde no la llaman.
Los historiadores infantiles la coronarían como "la mala del cuento", los novios infieles como "la otra".
Se acabó cariño, no volverás a repasarme con la mirada desde tu asiento, riéndote por dentro de mis cuernos, de los que eres culpable. Bueno, tú, y el capullo de mi novio. Él al menos intenta disimular su infidelidad con una ración doble de sexo cada noche. Realmente no debería tener queja, salgo beneficiada y todo... Lo que realmente me jode es esa miradita tuya de superioridad, todos los jodidos días, mismo vagón, mismo metro...
Puto despertador... ¡Que ya te he oído coño!
Cojo el móvil de la mesita, y aún con las telarañas del sueño nublándome la vista logro leer la nota de mi agenda que me recuerda las tareas de hoy. Dice así: "MÁTALA... Y compra helado de chocolate, que se ha terminado".
Aún en la cama sonrío socarrona al imaginarme acorralándola en un callejón, descargando mi furia con ella.
Visualizar mis robustas botas militares encontrando su cráneo y astillándolo de un pisotón contra el suelo es casi orgásmico.
No me entretengo más, o perderé ese metro, y con él la deliciosa oportunidad que me brinda esa mañana.
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