Con los pies hinchados como única recompensa por no haberse perdido, llegó una sudorosa joven de campo a una olvidada biblioteca de Madrid. "Bendito oasis urbano de hormigón...", pensó nada más atravesar la puerta.
Llevaba ya varias horas en pie y empezaba a ser imperiosa la necesidad de sentarse, y para colmo apenas había logrado dormir esa noche. La causa de su insomnio de la disputaban los nervios ante las novedades que la esperaban la mañana siguiente, en la que colgaría su inocencia y debería madurar a base de paradas de metro, y la desesperante espera de un sms que no llegó... Deseaba esas breves pero intensas palabras como el hombre más sediento de la tierra anhelaría un único sorbo de un vaso de agua cualquiera.
Se negaba a dejarse abrazar por Morfeo sin antes haber recibido su ración diaria de polvo de hadas, y claro, semejante déficit de horas de sueño se acusaban entonces.
Con gesto totalmente distraído subía las escaleras de aquella estructura salvavidas que se erigía en medio del bullicio urbano, aquella estructura que le abría los brazos y la acunaría al son de nanas silenciosas. Tan solo el suspiro de las hojas al ser pasadas y el rugir de un estómago -el suyo- , rompían el silencio.
Es absurdo, pues no había estado allí en su vida, pero se sintió familiarmente abrazada nada más cruzar la puerta de la sala de lectura; el espectro de Rosalía de Castro flotaba en el ambiente. En medio de una locura de día, había encontrado lo único que no esperaba encontrar; silencio y paz.
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