La vida es hermosa y equivocada, y mi cafetería favorita está prácticamente desierta. Un café cremoso se enfría sobre la mesa, que he tomado como lienzo. El camarero se acerca y me pregunta "¿desea algo más?", y a punto estoy de responderle, "a ti", pero me contengo. Seguro que si le digo eso no vuelve a traerme más caramelitos de frutas, y no quiero que eso ocurra (los caramelos de esta cafetería están buenísimos. Casi tanto como los capuccinos o el camarero).
Mi cafetería favorita está prácticamente desierta. Somos cuatro, cinco si contamos al camarero. Tres hombres ojean ausentes el periódico. El camarero trae y lleva tazas del lavavajillas al fregadero, y del fregadero al lavavajillas. Hace como que trabaja. Pero a mí no me engaña; hace calor y no le apetece estar aquí. Lástima... Pues a mí sí, y hasta que no se vaya el último cliente tú no puedes marcharte, así que te vas a joder, que yo me quedo.
Leo a ratos un libro de poesía, masticando cada verso, rumiando las estrofas con parsimonia, y le doy sorbitos al café. No quiero que se me acabe. Pues si me lo termino, tendré que irme o pedir otro, y aunque es exquisito aquí el café es algo caro. Y apuesto a que con las propinillas que le voy dejando al camarero guapo con cada visita, no pagaría su sonrisa siquiera. Aunque sí su sonrisa. Algo es algo...
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