Otoño, la estación de los abrazos y los paseos bajo contínuos chubascos de hojas secas.
Ella espera sentada en un ajado banco situado en las lindes de un camino de piedra blanca y aspecto marmóleo. No reposa cómodamente sobre el respaldo, sino que está inclinada hacia delante con los codos sobre las rodillasy las manos entrelazadas. Uno de sus pies, sumergido en unas altas botas de ante marrón oscuro, se movía frenéticamente pero en frecuencias cortas, por lo que podía pasar perfectamente por inmóvil. Su naturaleza era activa, y llevaba ya más de 10 minutos esperando sentada, demasiado pedir para su escaso control de la paciencia.
Abrigaba su cabeza con un gorrito de punto color beige, sobre él, un gracioso pompón de un tono más oscuro que la tela bailoteaba al son del leve repiqueteo de los pies de la impacientada.
En ese momento, Él cruzaba en rojo por un paso de peatones. Iba distraído, siendo necesario un claxon de coche para devolverlo a la realidad. El auto apenas distaba un metro de su cuerpo, Él levantó los brazos en señal de muda protesta ante el conductor, pues ignoraba que era el culpable de la enorme frenada ahora bien visible sobre el asfalto. Aceleró el paso para alcanzar la acera de enfrente, y aminoró de nuevo al llegar a ella.
Alcanzaba a ver de lejos el banco en el que Ella se sentaba, apenas un puntito en el horizonte, pero indiscutiblemente era Ella.
Aprovechó el trecho de camino que les separaba para colocar informalmente los rizos que sobresalían debajo de aquel gorro beige que Ella le envió por correo con motivo de su último cumpleaños. De punto, realmente abrigaba, y a pesar de estar tejido a mano iba bastante acorde con la moda de aquella temporada, por lo que no era problema usarlo a menudo, no era el típico gorro que te regala tu abuela y que jamás te pondrías para salir a la calle.
Una vez consideró apropiado el desorden premeditado de sus rizos, metió las manos en los bolsillos de los vaqueros que tanto le había costado escojer para aquella tarde, con la esperanza de que se templaran un poco, pues iban camino de congelársele, a pesar de que la temperatura no era excesivamente baja.
Pudo divisar a lo lejos su figura, tan solo el contorno, pues su visión a largas distancias perdía calidad. Caminaba desgarbado, las manos en los bolsillos, y la mirada al frente. Conforme se acercaba, sus contornos dejaban de ser difusos para ganar en nitidez, permitiéndola disitnguir la sonrisa que se le empezaba a dibujar en la cara.
Se le estaba haciendo eterno. La impaciencia ganó la batalla; se levantó del banco, se estiró los ceñidos vaqueros por detrás, y se recolocó el abrigo también en tonalidades terracota que había comprado el día anterior y que estrenaba esa tarde.
Él miraba al frente, tratando de ocultar la pequeña inseguridad que de pronto se apoderó de él, a Ella le era más difícil disimular, pues de lo espontánea que era se la podía leer como un libro abierto. Aún así, ambos mantuvieron la compostura, evitando echar a correr a saludar al otro.
Habían pasado meses desde aquella tarde de Julio en la que de forma fortuita pasaron hablando las dos horas más cortas de sus vidas, dos horas que marcarían el comienzo de algo grande, tan grande, que ahí estaban, acercándose, ambos con sus gorros a juego, ambos impacientes, ambos, con ganas de escuchar la poesía que porduciría los pies del otro al pisar las hojas secas caídas en el camino... Ambos sonriendo;
-Hola bonita.
-Hola, rizo-man..
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